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La ira que impulsa a Wanda Figueroa

Wanda Figueroa muestra el tatuaje que se hizo después del muerte de su hijo. Foto por Jesenia De Moya Correa.

Por Jesenia De Moya Correa

No importa cómo le llamen: Richmond County o Staten Island. Por distante que lo vean de la punta de South Ferry, está lleno de la furia salvaje que impera en cada uno de los cinco condados de la ciudad de Nueva York. O, al menos, así lo cree ahora Wanda Figueroa, 53, quien se mudó a la isla junto a su familia boricua en el año 2004.

Fue el lugar donde decidió terminar de criar a sus cinco hijos, cuando los puertorriqueños conformaban la mayor parte de la población latina que vivía allí. Sacó a sus hijos de su natal Brooklyn para probar suerte en el área metropolitana, que parecía “rotundamente opuesto” a la violencia y las drogas que acechaban por las calles de Sunset Park, a principios del milenio.

Pero fue allí, en los suburbios que creía chalecos antibalas, donde perdió a uno de sus hijos. Me lo contó la misma Wanda el pasado 30 de noviembre de 2017, cuando vendía pasteles, brownies y galletas de Navidad en la cafetería del Richmond University Medical Center. Es el lugar donde ella trabaja desde que se mudó al condado, en la misma sala de emergencias donde murió su hijo de 29 años, tras intentar quitarse la vida cuando su prometida lo dejó.

“Mis compañeros de trabajo trataron ferozmente de salvarle la vida a mi hijo, pero no pudieron. Y porque el caso de mi hijo ha tocado a tantas madres, se han unido a mi lucha”, dijo la mujer con los ojos aguados bajo sus anteojos, tan dura como el caparazón de una Snapping (tortuga) en aguas del lago Clove de Staten Island.

Y es que el suicidio es la segunda causa de muerte entre los adolescentes y jóvenes adultos en los Estados Unidos, precedida por accidentes. En la ciudad de Nueva York, los latinos se ven afectados de manera desproporcionada, por la influencia de estigmas culturales o por la falta de acceso a servicios que ayudan a evitar que los jóvenes incurran en estos actos. Por lo que hay gente, amistades y familiares, como Wanda, que deciden acabar con el problema con sus propias manos.

“No sé cómo logra ser tan fuerte, porque no creo que nada puede doler más que perder a tu hijo”, dijo María Giaccio, 46, una enfermera de registros y madre de un varón adolescente, sobre su compañera Wanda.

Wanda ha sido una de las representantes de acceso al paciente en la sala de emergencias del Richmond University Medical Center, por los últimos 13 años. La conocen bien, y ella conoce bien su trabajo. Dijo que, al menos, la mitad de los pacientes que recibe a diario han intentado o han cometido suicidio.

“Sabes lo que es ver a un niño de 10 años llegar a tu sala, que decidió ahorcarse porque le hacía bullying en la escuela. Eso no puede estar pasando”, explicó Wanda, con un lazo amarillo sujetado en su costado derecho. Lejos de las ironías, lo que ella nunca imaginó fue que uno de los tantos que entraban por esa emergencias llegaría a ser uno de sus propios muchachos.

El 12 de mayo de 2017 el suicidio llegó a sus manos, llegó a su casa. Michelle Figueroa, 35, se montó en una ambulancia hasta la sala de emergencias donde trabaja su madre. Entró con el cuerpo agonizante de su hermano menor Luis Ángel, 29, después de haberle encontrado asfixiando en su cuarto de habitación.

A Wanda se le corta el habla cada vez que intenta contar el asunto. Mira a lo lejos. Cierra los puños. Se arrepiente de no haberle hablado a su hijo sobre salud mental, sobre suicidios. “Le hablé de drogas, de sexo, de armas, del respeto a las mujeres, de los tatuajes, de todo. De todo, menos de tener problemas de salud mental y de pensar en el suicidio”, se lamentó Wanda, antes de mostrarme la frase que se ha tatuado en el antebrazo derecho, para recordar a su hijo.

Ella considera que los neoyorquinos de la ciudad de Nueva York necesitan más espacios para la conversación sobre los estados de ansiedad y depresión. “Necesitamos lugares donde vayamos en anonimato y contemos lo que nos pasa. No que les den medicamentos y los manden a un psych ward, como si todos estuvieran locos”.

Y lo dice confiada, muy decidida, como si estuviera segura que es la única forma de salvar a todo el que entra por la sala de emergencias. Como si la venta de pasteles le endulzara el alma, calmara su angustia, la de ella y la de sus pacientes. Empeñada en lograrlo, esta sería la primera de una serie de actividades que Wanda organiza para crear nuevos mecanismos de prevención para el suicidio.

“Quiero estar enojada y ser capaz de lidiar con mi propio enojo, y lo estoy haciendo de esta manera”, dijo Wanda, al momento que abrió sus brazos y mostró la diversidad de pasteles para la venta: cupcakes de zanahoria con cara de tigre, bizcochos de minions, galletas de jengibre en formas de campanas, doughnuts en todos los colores y mucho más, horneado por la mano de al menos 45 madres de Staten Island que quieren hacer una diferencia en el cuidado y atención a personas que intentan suicidarse.

Y tal parece que la venta ha sido un éxito. Wanda ha generado $1,800 dólares, para donar a la Fundación Americana para la Prevención del Suicidio (AFSP, por sus siglas en inglés). Ahora quiere ir al Alto Manhattan, para hablar con la asambleísta Carmen de la Rosa y la senadora Marisol Alcántara para ser parte de un movimiento latino contra el suicidio.

“Las madres conocen a sus hijos mejor que nadie y ningún médico puede venir a decirles que su hijo se suicidó porque tenía problemas mentales. Me enoja tanto que en esta ciudad no tengamos iniciativas que cambie cómo el sistema percibe a nuestros hijos. But, I know better”.